Cada época encuentra razones justificadas para anunciar el fin del mundo. Cada ser humano sabe –como Borges– que a diario se le ofrece el paraíso. Cambian sólo los senderos que elegimos para hallarlo; pero, sean cuales sean los que tomemos, caminamos siempre en busca de experiencias que apacigüen nuestra fiebre por el otro. El hombre tiene hambre de otredad; Saul Bellow sabía que el reto que plantea la libertad moderna, o la combinación de aislamiento y libertad a la que uno está sujeto, es completarse. Nada nuevo bajo el sol. Pero no todos los caminos nos acercan al lugar de esa experiencia. Acaso lo buscamos hoy por un sendero fatalmente errado.
El ser humano es un animal comunitario; pero nuestra época ha convertido esa necesidad en condena inapelable. Hoy la comunidad es una cárcel que no precisa de barrotes y de la que no hay escapatoria: sus dominios ya coinciden con el mundo. Nuestro tiempo será recordado como aquella época en que fueron sistemáticamente demolidas nuestras fronteras exteriores e interiores. El vacío que dejó la amparadora vigilancia de los dioses ha sido cubierto por la localización total que procuran los medios de comunicación y su invasión totalitaria de nuestra intimidad. La técnica se postula como erradicadora de soledades. Y, sin embargo, la sensación de aislamiento en medio de las multitudes se mantiene. La vida se ha convertido en ese ámbito en el que es imposible estar solo y endémico sentirse solo.
La globalización externa es un reflejo especular de nuestro desalojo interno. Hoy (casi) todo es mundano y público; el adentro es el proscenio del afuera. Los surrealistas soñaban con ciudades constituidas por hogares de cristal. Un sueño de liberación al que hemos sucumbido hasta la servidumbre. La pornografía del amarillismo y del sexo vocea nuestras fatigadas y unánimes intimidades a través de las redes de la comunicación y los medios de formación de masas. Época paradójica la nuestra, donde la reticencia -el pánico- al vínculo particular se traiciona por la entrega incondicional a las "conexiones" colectivas. El grito de Rimbaud resuena más que nunca: "¡Nada es vanidad; a la ciencia, y adelante", grita el Eclesiastés moderno, es decir, Todo el mundo. Es en ese magma de lo colectivo donde nos precipitamos. No hay, empero, sacrificio sin promesa de redención.
La realidad ha sido siempre un alimento insuficiente para la voracidad de los deseos. El deseo, la única tiranía ante la que la libertad se rinde, es un Moloch indestructible que sólo puede y quiere ser apaciguado. Es esa insatisfacción final el terreno donde germinaron el amor, la religión, la gloria, la filosofía, el arte. Antiguos y arrumbados ídolos de un mundo que aún creía en las esencias. Hoy sólo lo cuantitativo nos convoca. Niveladas la excelencia y la vulgaridad, superados el bien y el mal, asesinado Dios, deconstruidos el amor, la religión, el yo, la propia muerte; disuelto, en suma, todo lo cualitativo, el dinero –calderilla de la existencia- ha sobrevivido como el único valor, la última frontera en pie entre un orden en el que aún hay algo que distingue y jerarquiza y el nihilismo de la indiferencia. Sepultada toda trascendencia, el hombre es un desengañado cortejador de sucedáneos inmanentes.
El orden trascendente es un camino cualitativo y vertical; el orden inmanente se despliega en la horizontalidad y en cantidades. Al primero se accede adensando y distinguiendo nuestro yo; al segundo, disolviéndolo. Los media, moderno oráculo de Delfos, nos apremian con su lema Disuélvete a ti mismo (hoy se considera indeseable –o imposible- conocerse). Por miedo a sus abismos, nunca estamos en casa; el hombre del ahora ofrece, sin embargo, un consuelo al lamento de Montaigne: nuestro hogar lo hallamos siempre en un afuera. Para ello precisamos conexiones incesantes y livianas con los otros (el vínculo firme acaba fatalmente abalanzándonos sobre nosotros mismos). Sólo en este contexto se puede vislumbrar la senda que hemos escogido para completarnos. El mercado y sus metáforas son hoy el único acceso general a esa experiencia [1]. Muchedumbres de sujetos y objetos (esencialmente indistinguibles, funcionalmente intercambiables) colman el vacío. Un exégeta de McLuhan lo proclama:
El medio eléctrico ha roto las barreras comunicacionales de tiempo y espacio. Lo que antes se llamaba público (entes aislados, con puntos de vista diferentes), el medio eléctrico lo constituyó como masa (entes relacionados entre sí, obligados al compromiso y a la participación). Ahora, por más que algunos quieran conservar el pensamiento lineal y no participativo, no existen individuos aislados: todos vivimos en una aldea global.
Hoy, nuestro lema es el consejo de McLuhan: Lo que sucede es que debemos vivir con los vivos. Conectados permanentemente con los otros; demandando atención y respondiendo a las demandas de atención inmediata; entregándonos a ese simulacro de comunicación que las tecnologías nos procuran.
El solitario es, pues, un minucioso hedonista de sí mismo, hereje que abomina de la unanimidad febril. Aprender a estar solo es un arte y una rebeldía para el que uno sólo cuenta con el mecenazgo de sí mismo -hoy más que nunca, importa soberanamente que nos atrevamos a ejercerlos-. Y es un arte en el que sólo podemos ser iniciados por maestros ausentes. Sus lecciones son sus libros. Quevedo, incurriendo en un anacronismo que ha sido descubierto a la larga, contesta a McLuhan desde el pozo del pasado:
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Lo dice Jonathan Franzen, citando a Bikerts: los libros son los catalizadores de la realización personal y un santuario. “La interioridad, el componente más reflexivo del yo”, exige un “espacio” donde una persona pueda meditar sobre el sentido de las cosas. Acaso, la cuestión de nuestro tiempo sea, en palabras Franzen: el problema de preservar la individualidad y la complejidad en una cultura de masas ruidosa y que distrae. El verdadero lector y el verdadero escritor deben aprender, por encima de todo, a estar solos.
Heath descubrió una "amplia unanimidad" entre lectores serios al respecto de que la literatura "me hace ser mejor persona". Se apresuró a asegurarme que, en vez de resolverles cosas, a modo de una autoayuda, "leer literatura incide en las circunstancias arraigadas de la vida de esas personas de tal modo que tienen que afrontarlas. Y al hacerlo llegan a verse como más profundas y más capaces de sobrellevar su incapacidad de vivir una vida totalmente previsible". (...) De un modo casi unánime, los entrevistados por Heath describieron las obras de ficción sustanciosas como, según ella, "los únicos sitios donde había alguna esperanza cívica y pública de abordar las dimensiones éticas, filosóficas y sociopolíticas de la vida que en otros foros se tratan de una forma muy simplista (...) Y las obra de ficción sólidas son las que se niegan a dar respuestas fáciles al conflicto, a pintar las cosas en blanco y negro, de malos contra buenos. Son todo lo que no es la Psicología popular".
El lector es (una definición plausible para el hábito de cualquier arte) un perseguidor de experiencias. Llamo experiencia a ese momento privilegiado, rompeolas de la existencia, donde la vida acontece mostrándose en su luminosa evidencia, en su verdad. A su luz, asistimos a la radical apertura del mundo y del yo (y el yo siempre es un otro). Alessandro Baricco ha atrapado ese momento, bellamente:
La experiencia es un paso fuerte de la vida cotidiana: un lugar donde la percepción de lo real cuaja en piedra miliar, en recuerdo y en relato. Es el momento en el que el ser humano toma posesión de su reino. Por un momento es dueño y no siervo. Adquirir experiencia significa salvarse. No está dicho que siempre vaya a ser posible.
(Sigue...)
[1] Si es que la experiencia, tal como la ha entendido nuestra civilización, sigue existiendo. La cancerosa proliferación de fotografías testimoniales parece refutarlo. La fotografía es hoy el último testimonio, el único testigo de que aquello que no pudo resguardar nuestra experiencia tuvo sin embargo una existencia.
2 comentarios:
Qué duro resulta vivir con los vivos, cuánto más gratificante es la convivencia con la cháchara sabia de los muertos, con la música de sus voces enjundiosas. Gutenberg jamás pensó que tras él, tras su nombre, se escudaría la perversión de una galaxia insoportable.
Es difícil huir de ese proceso que ha descrito muy bien recientemente Sloterdijk: la conversión del sujeto en objeto mediante su masificación. La fuga de la aldea global es el más punible de los pecados contemporáneos para los oficiantes de la cosa.
Prefiero, con todo, dedicarme a la labor de saqueador de tumbas, pues al fin y al cabo al polvo hemos de volver (siempre que podemos... y aún después :-D). Si me apresan algún día, espero poder escamotear del ojo del guardián una pequeña libreta y una mina de grafito y trazar insensatos microgramas hasta que me llegue la hora de la nieve.
Beso, querido Fran.
Ana,
En el ámbito que nos incumbe, la muerte no es más que una rutina biológica. Es la temblorosa huella en la memoria la que atestigua el pulso de la vida. Emily Dickinson está más viva que mi oftalmóloga.
El arte es el ámbito que compartimos los vivos y los muertos. Nuestra vida, un verso humilde (pero luminosamente único) de ese poema inagotable que "se confunde con la suma de las criaturas y no llegará jamás al último verso y varía según los hombres".
Yo le paso mi libreta y mis grafitos. Es hermoso ver su verso, resplandeciento entre el resto.
Abrazo cariñoso.
(De polvos ya tocará hablar)
Publicar un comentario