No seré yo quien niegue que algo haya de Narciso herido en nuestros intelectuales más alarmistas (como tampoco que haya algo de “resentimiento pequeñoburgués” en los diagnósticos de Gracia y otros intelectuales); pero lo relevante -insisto- no son los síntomas del crítico, sino la pertinencia de sus críticas.
Así que dejemos el diván y volvamos a los argumentos. Además de este ejercicio de psicoanálisis, Gracia acusa a los (innominados) intelectuales melancólicos de haber malentendido a los clásicos cuyo legado aseguran defender, pues –sostiene el ensayista– son precisamente los "clásicos" quienes demostraron que la naturaleza de las cosas es, de hecho, la mudanza, la transformación, la pérdida de la influencia. Realidad contra la que, presuntamente, se rebelarían los nostágicos.
Primero: el legado ideológico de los grandes autores puede utilizarse para defender casi cualquier postura ante el mundo. De hecho, son precisamente los clásicos -buena parte de los grandes novelistas, filósofos y poetas del pasado- quienes convirtieron en tópico el mito de la pasada Edad de Oro frente a la presente Edad de Hierro (cómo, a nuestro parecer…). Los presuntos melancólicos podrían carecer de todo menos de precedentes ideológicos en las fuentes clásicas…
Segundo: el hecho de que la naturaleza de las cosas sea la transformación y la mudanza no nos aclara cómo debemos valorar esa transformación y cada concreta mudanza. Tan necio y miope es rendirse al pesimismo apocalíptico como al optimismo de los turiferarios de los hechos consumados.
Leo a Llovet y a otros “intelectuales melancólicos” afines -Azúa, Pardo, Argullol, Finkielkraut (en Francia los llaman “pesimistas culturales”)- y, pese a inevitables desenfoques y simplificaciones, no encuentro en ellos el catastrofismo sin fisuras, la nostalgia acrítica, la desestimación categórica del presente que denuncia Jordi Gracia. Sí un argumentado –y, por supuesto, discutible- cuestionamiento de algunas tendencias del mundo de hoy y una defensa matizada -y discutible, por supuesto- de ciertos principios del ayer.
Es paradójico, además, que Gracia proponga como modelos de intelectual a Mario Vargas Llosa y George Steiner. El primero, tan crítico o más que Llovet con algunas de las derivas culturales del presente; el segundo, el epítome de intelectual melancólico: aquel que desestima globalmente la cultura humanística y el arte de las últimas décadas por haber abandonado la senda del elitismo espiritual y de la trascendencia religiosa. Los defectos de los terneros son virtudes de las vacas sagradas. Parece.
Seamos justos: Gracia expone en su panfleto otros argumentos con los que es difícil no estar de acuerdo (la esterilidad del hastío, la defensa de la ecuanimidad del juicio contrastado frente a la monomanía crítica, la compatibilidad de especialización y grandes síntesis en los estudios humanísticos, la fecundidad del entusiasmo, el compromiso necesario con el presente...); pero con los que pocos intelectuales (melancólicos o no) se mostrarían en desacuerdo. Bien están como recordatorio.
Lo preocupante es que, empeñado en crearse enemigos a medida de su lucimiento, Gracia incurre en una tentación peligrosa e irresponsable: minimizar los problemas sistémicos de la cultura, las humanidades y la educación achacándolos a la nostalgia, la vanidad herida y la obsolescencia de quienes los señalan; acusar a quien porta el espejo y absolver la corrupción que el espejo refleja.
[En otra ocasión, si tengo tiempo y ganas, comento la defensa graciana de la "cultura socialdemócrata".]
Así que dejemos el diván y volvamos a los argumentos. Además de este ejercicio de psicoanálisis, Gracia acusa a los (innominados) intelectuales melancólicos de haber malentendido a los clásicos cuyo legado aseguran defender, pues –sostiene el ensayista– son precisamente los "clásicos" quienes demostraron que la naturaleza de las cosas es, de hecho, la mudanza, la transformación, la pérdida de la influencia. Realidad contra la que, presuntamente, se rebelarían los nostágicos.
Primero: el legado ideológico de los grandes autores puede utilizarse para defender casi cualquier postura ante el mundo. De hecho, son precisamente los clásicos -buena parte de los grandes novelistas, filósofos y poetas del pasado- quienes convirtieron en tópico el mito de la pasada Edad de Oro frente a la presente Edad de Hierro (cómo, a nuestro parecer…). Los presuntos melancólicos podrían carecer de todo menos de precedentes ideológicos en las fuentes clásicas…
Segundo: el hecho de que la naturaleza de las cosas sea la transformación y la mudanza no nos aclara cómo debemos valorar esa transformación y cada concreta mudanza. Tan necio y miope es rendirse al pesimismo apocalíptico como al optimismo de los turiferarios de los hechos consumados.
Leo a Llovet y a otros “intelectuales melancólicos” afines -Azúa, Pardo, Argullol, Finkielkraut (en Francia los llaman “pesimistas culturales”)- y, pese a inevitables desenfoques y simplificaciones, no encuentro en ellos el catastrofismo sin fisuras, la nostalgia acrítica, la desestimación categórica del presente que denuncia Jordi Gracia. Sí un argumentado –y, por supuesto, discutible- cuestionamiento de algunas tendencias del mundo de hoy y una defensa matizada -y discutible, por supuesto- de ciertos principios del ayer.
Es paradójico, además, que Gracia proponga como modelos de intelectual a Mario Vargas Llosa y George Steiner. El primero, tan crítico o más que Llovet con algunas de las derivas culturales del presente; el segundo, el epítome de intelectual melancólico: aquel que desestima globalmente la cultura humanística y el arte de las últimas décadas por haber abandonado la senda del elitismo espiritual y de la trascendencia religiosa. Los defectos de los terneros son virtudes de las vacas sagradas. Parece.
Seamos justos: Gracia expone en su panfleto otros argumentos con los que es difícil no estar de acuerdo (la esterilidad del hastío, la defensa de la ecuanimidad del juicio contrastado frente a la monomanía crítica, la compatibilidad de especialización y grandes síntesis en los estudios humanísticos, la fecundidad del entusiasmo, el compromiso necesario con el presente...); pero con los que pocos intelectuales (melancólicos o no) se mostrarían en desacuerdo. Bien están como recordatorio.
Lo preocupante es que, empeñado en crearse enemigos a medida de su lucimiento, Gracia incurre en una tentación peligrosa e irresponsable: minimizar los problemas sistémicos de la cultura, las humanidades y la educación achacándolos a la nostalgia, la vanidad herida y la obsolescencia de quienes los señalan; acusar a quien porta el espejo y absolver la corrupción que el espejo refleja.
[En otra ocasión, si tengo tiempo y ganas, comento la defensa graciana de la "cultura socialdemócrata".]
5 comentarios:
Me comentaron hace poco ese librito, y me lo recomendaron. Como la poquita intelectualidad que abrigo la considero melancólica, creí que Don Jordi podía resultarme un salutífero baño de humildad, pero parece que no es más que un avanzado partidario de la bodeguilla y de las sonrisas prefabricadas. Tengo yo muchas cosas pendientes para entretenerme, así que, compañero, le agradezco mucho su lucidísimo texto.
¿Y da clases en una universidad?
Bueno, entonces no culpemos a los alumnos por desertar de las aulas y huir de la cultura, culpemos a aquellos que los empujan a hacerlo.
=)
(pensamientos negativos 100%)
Maribel.
No diría yo que el profesor Gracia empuje a huir de la cultura a los alumnos. Sí que tiene una idea excesivamente autocomplaciente de nuestro tiempo. El exceso de optimismo es tan dañino como el exceso de pesimismo.
Deja un 10% para la luz. ;)
Contento me tiene con su melancolía galopante, amigo Sir...
¿Acaso cabe otra cosa en la verdad que la melancolía y el amor? Y usted sabe que soy de risa fácil...
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