Es preciso subrayar que, en la experiencia estética, el pasado no se revive de manera nostálgica, sino siempre ligado al momento actual. Para no abortar esa experiencia, debe producirse una selección de aquellos materiales ya vividos que acentúan, en la circunstancia presente, la intensidad del contacto con el mundo. Una sobrecarga de elementos del pasado puede ser tan nociva para la experiencia actual como la ausencia de materiales acumulados en nuestra sensibilidad: en el primer caso, el material del pasado no dejaría espacio al material presente; en el segundo, el material presente no tendría dónde arraigarse: su peso tan leve que se volatilizaría, mero instante: nada.
Imaginemos esta escena. Un espectador contempla un paisaje marítimo en un museo. La obra le evoca otras obras de tema similar que, en el pasado, le han conmovido; recuerda otros cuadros del autor, con los que establece, inmediatamente, toda suerte de relaciones; recupera también sus propios contactos directos con el mar; las innumerables asociaciones (artísticas y existenciales) que, en su sensibilidad, van unidas a este tema, etc. Puede entonces suceder que el cuadro, por sí mismo, recoja una dinámica de fuerzas lo suficientemente poderosa como para mantener la atención del espectador: en ese caso, la obra artística lograda se convierte en un vórtice de energía centrípeta que atrae, filtra y redirige todo ese material del pasado para consumar, en el momento presente, la experiencia estética. Puede suceder también que (o bien porque el cuadro no sea en sí mismo suficientemente persuasivo o porque el espectador esté desconcentrado) la contemplación de la obra se convierta en un mero acicate para revivir un poema marítimo o escenas del pasado vividas junto al mar. En este último caso, el cuadro provocaría una dinámica de energía centrífuga, dispersando la atención del espectador. El material del pasado sería, sí, recuperado; pero no contribuiría a consumar una experiencia presente.
Así pues, debe producirse una verdadera incorporación del pasado en el presente. E incorporar no constituye una adición, un amontonamiento de experiencias: "incorporar" es una experiencia vital, algo más que colocar algo en la cima de la conciencia, sobre lo previamente conocido. Incorporar implica una reconstrucción que puede ser dolorosa.
No podemos recuperar el pasado como si se tratase de una reproducción objetiva de un material inmutable: cada vez que lo recuperamos lo estamos recreando (en la dinámica temporal también debe aplicarse la frase de Nietzsche: “No hay hechos, sólo interpretaciones”). Esa recreación tiene siempre un propósito: dar un sentido al pasado en nuestro presente y dar sentido al presente en relación con nuestro pasado. La incorporación no es, pues lineal (incluir el pasado en el presente), sino circular.
La mujer que recuerda para su pareja un pasado en el que “no éramos así”, en el que “todo horizonte nos parecía pequeño”, no realiza un mero ejercicio de nostalgia o de resentimiento: evoca su pasado (inventa su pasado) porque comprende su presente a la luz de aquél, porque desea transformar ese presente a la luz de aquel pasado evocado, recreado. Quiere que el presente sea (como en aquel pasado creativamente recuperado) el ámbito de la aventura y de la posibilidad. Recordarlo es inventarlo.
Se trata de una dinámica temporal en la que también está implicado el futuro. Cualquier acto que realizamos está condicionado por el porvenir. Si el presente posee un sentido es porque no se reduce a una pura instantaneidad, sino porque emprende (o continúa) una trayectoria dirigida a un cumplimiento.
Mientras escuchamos una sinfonía o vemos una película, mientras mantenemos una conversación, la experiencia no es una mera acumulación de instantes, sino una sucesión concatenada en la que el pasado fecunda y se actualiza en cada momento presente, aportándole densidad significativa. Pero pasado y presente están también condicionados por las anticipaciones del porvenir. En una película asistimos a la aparición de los personajes y los acontecimientos preguntándonos por su importancia y sus consecuencias futuras e incluso anticipándolas. En la conversación, nos percatamos de los silencios, los titubeos y el rubor de nuestro interlocutor interpretándolos como un indicio de lo que nos dirá a continuación; elegimos nuestras palabras y gestos en función de hacia dónde deseamos que, en el futuro, se mueva esa conversación, urdiendo un laberinto de propuestas y profecías. De este modo, las anticipaciones del futuro condicionan las acciones del presente y lo dotan de sentido (literalmente: de dirección y significado).
Conviene aclarar, sin embargo, que sólo podemos hacer esas anticipaciones porque ya hemos experimentado situaciones similares en el pasado; de tal manera que la vivencia de cada momento supone siempre una interacción del presente con el pasado y el futuro: sin la perspectiva de éstos, aquél sería, sencillamente, ciego. Es por eso que puede sostenerse que el tiempo es el organizador de la experiencia.
Ahora bien, para que ésta sea posible, es preciso que la interacción temporal sea equilibrada y se retroalimente. En ocasiones, experimentamos en pasado como un peso que nos hunde, una red que nos apresa, un pozo que nos abisma en la nostalgia, las antiguas heridas y las vivencias traumáticas no resueltas; también en ocasiones, el futuro es la trampa que nos acecha, la dificultad que nos paraliza, la amenaza que nos espanta. En estos casos, pasado y futuro nos hurtan la posibilidad de experimentar el presente en toda su amplitud y claridad, en su intensidad lograda. La experiencia (artística y existencial) sólo se verifica cuando el pasado es una fuente que permea y fecunda el momento que vivimos, como río que se desborda y fertiliza la tierra del ahora; cuando el futuro es presentido como el blanco adonde se dirige la trayectoria que trazamos implacablemente, el horizonte cierto de la consumación, de las promesas cumplidas. Pasado, río que nos nutre; futuro, flecha en la diana.
Heráclito sabía que “nadie puede bañarse dos veces en el mismo río”. No porque el río del tiempo fluya, ajeno, alejándose incesantemente de nosotros. Somos nosotros quienes conducimos el caudal de tiempo que cada uno somos para que fluya hacia el futuro y nos distancie incesantemente de lo que hemos sido. Este distanciamiento no es una quiebra: es una recreación. Nuestro quehacer con el tiempo es una constante donación de sentido a nuestra vida: una tarea siempre por hacer y deshacer y que nos hace y nos deshace cada día. Hay consumación de una experiencia cuando esta integración del tiempo concentra y afina la percepción del ahora, a la vez que amplía el horizonte vital hacia donde esta percepción puede dirigirse: cuando el ciclo temporal que cerramos –no en torno, sino en nosotros– traza un círculo más amplio que aquel en el que antes habitábamos. En el ámbito de la experiencia, esa amplitud es también fecundidad.
Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.
Borges, sabio para tantas cosas, olvida que la elocuencia no es siempre un índice de veracidad. Del tiempo puede decirse y negarse (y se ha dicho y se ha negado) casi todo; posee, sin embargo, dos atributos incuestionables: es maleable y es reversible. No hay acto que no lo modifique. De nuestro trato con el mundo depende que esa modificación inapelable nos aprisione y nos consuma o nos libere en el espacio de la incandescencia.
Imaginemos esta escena. Un espectador contempla un paisaje marítimo en un museo. La obra le evoca otras obras de tema similar que, en el pasado, le han conmovido; recuerda otros cuadros del autor, con los que establece, inmediatamente, toda suerte de relaciones; recupera también sus propios contactos directos con el mar; las innumerables asociaciones (artísticas y existenciales) que, en su sensibilidad, van unidas a este tema, etc. Puede entonces suceder que el cuadro, por sí mismo, recoja una dinámica de fuerzas lo suficientemente poderosa como para mantener la atención del espectador: en ese caso, la obra artística lograda se convierte en un vórtice de energía centrípeta que atrae, filtra y redirige todo ese material del pasado para consumar, en el momento presente, la experiencia estética. Puede suceder también que (o bien porque el cuadro no sea en sí mismo suficientemente persuasivo o porque el espectador esté desconcentrado) la contemplación de la obra se convierta en un mero acicate para revivir un poema marítimo o escenas del pasado vividas junto al mar. En este último caso, el cuadro provocaría una dinámica de energía centrífuga, dispersando la atención del espectador. El material del pasado sería, sí, recuperado; pero no contribuiría a consumar una experiencia presente.
Así pues, debe producirse una verdadera incorporación del pasado en el presente. E incorporar no constituye una adición, un amontonamiento de experiencias: "incorporar" es una experiencia vital, algo más que colocar algo en la cima de la conciencia, sobre lo previamente conocido. Incorporar implica una reconstrucción que puede ser dolorosa.
No podemos recuperar el pasado como si se tratase de una reproducción objetiva de un material inmutable: cada vez que lo recuperamos lo estamos recreando (en la dinámica temporal también debe aplicarse la frase de Nietzsche: “No hay hechos, sólo interpretaciones”). Esa recreación tiene siempre un propósito: dar un sentido al pasado en nuestro presente y dar sentido al presente en relación con nuestro pasado. La incorporación no es, pues lineal (incluir el pasado en el presente), sino circular.
La mujer que recuerda para su pareja un pasado en el que “no éramos así”, en el que “todo horizonte nos parecía pequeño”, no realiza un mero ejercicio de nostalgia o de resentimiento: evoca su pasado (inventa su pasado) porque comprende su presente a la luz de aquél, porque desea transformar ese presente a la luz de aquel pasado evocado, recreado. Quiere que el presente sea (como en aquel pasado creativamente recuperado) el ámbito de la aventura y de la posibilidad. Recordarlo es inventarlo.
Se trata de una dinámica temporal en la que también está implicado el futuro. Cualquier acto que realizamos está condicionado por el porvenir. Si el presente posee un sentido es porque no se reduce a una pura instantaneidad, sino porque emprende (o continúa) una trayectoria dirigida a un cumplimiento.
Mientras escuchamos una sinfonía o vemos una película, mientras mantenemos una conversación, la experiencia no es una mera acumulación de instantes, sino una sucesión concatenada en la que el pasado fecunda y se actualiza en cada momento presente, aportándole densidad significativa. Pero pasado y presente están también condicionados por las anticipaciones del porvenir. En una película asistimos a la aparición de los personajes y los acontecimientos preguntándonos por su importancia y sus consecuencias futuras e incluso anticipándolas. En la conversación, nos percatamos de los silencios, los titubeos y el rubor de nuestro interlocutor interpretándolos como un indicio de lo que nos dirá a continuación; elegimos nuestras palabras y gestos en función de hacia dónde deseamos que, en el futuro, se mueva esa conversación, urdiendo un laberinto de propuestas y profecías. De este modo, las anticipaciones del futuro condicionan las acciones del presente y lo dotan de sentido (literalmente: de dirección y significado).
Conviene aclarar, sin embargo, que sólo podemos hacer esas anticipaciones porque ya hemos experimentado situaciones similares en el pasado; de tal manera que la vivencia de cada momento supone siempre una interacción del presente con el pasado y el futuro: sin la perspectiva de éstos, aquél sería, sencillamente, ciego. Es por eso que puede sostenerse que el tiempo es el organizador de la experiencia.
Ahora bien, para que ésta sea posible, es preciso que la interacción temporal sea equilibrada y se retroalimente. En ocasiones, experimentamos en pasado como un peso que nos hunde, una red que nos apresa, un pozo que nos abisma en la nostalgia, las antiguas heridas y las vivencias traumáticas no resueltas; también en ocasiones, el futuro es la trampa que nos acecha, la dificultad que nos paraliza, la amenaza que nos espanta. En estos casos, pasado y futuro nos hurtan la posibilidad de experimentar el presente en toda su amplitud y claridad, en su intensidad lograda. La experiencia (artística y existencial) sólo se verifica cuando el pasado es una fuente que permea y fecunda el momento que vivimos, como río que se desborda y fertiliza la tierra del ahora; cuando el futuro es presentido como el blanco adonde se dirige la trayectoria que trazamos implacablemente, el horizonte cierto de la consumación, de las promesas cumplidas. Pasado, río que nos nutre; futuro, flecha en la diana.
Heráclito sabía que “nadie puede bañarse dos veces en el mismo río”. No porque el río del tiempo fluya, ajeno, alejándose incesantemente de nosotros. Somos nosotros quienes conducimos el caudal de tiempo que cada uno somos para que fluya hacia el futuro y nos distancie incesantemente de lo que hemos sido. Este distanciamiento no es una quiebra: es una recreación. Nuestro quehacer con el tiempo es una constante donación de sentido a nuestra vida: una tarea siempre por hacer y deshacer y que nos hace y nos deshace cada día. Hay consumación de una experiencia cuando esta integración del tiempo concentra y afina la percepción del ahora, a la vez que amplía el horizonte vital hacia donde esta percepción puede dirigirse: cuando el ciclo temporal que cerramos –no en torno, sino en nosotros– traza un círculo más amplio que aquel en el que antes habitábamos. En el ámbito de la experiencia, esa amplitud es también fecundidad.
Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.
Borges, sabio para tantas cosas, olvida que la elocuencia no es siempre un índice de veracidad. Del tiempo puede decirse y negarse (y se ha dicho y se ha negado) casi todo; posee, sin embargo, dos atributos incuestionables: es maleable y es reversible. No hay acto que no lo modifique. De nuestro trato con el mundo depende que esa modificación inapelable nos aprisione y nos consuma o nos libere en el espacio de la incandescencia.
2 comentarios:
Imagino que era a esto a lo que vd. se refería con lo de "habitar sencillamente el tiempo". Se me antoja que domesticar el tiempo (para que no nos arrase) es tarea de dioses, y a los dioses, como bien sabía el taimado Ulises, no se les vence si no se les engaña. Tal vez en el artificio esté el engaño. Tal vez en el arte, como vd. bien propone, es donde mejor se puede "organizar la experiencia"...
Ni el tiempo se domestica, ni los dioses se vencen, pues uno y otros no son sino nombres de lo que somos. Pesadillas y sueños.
Si acaso danzar con ell(n)os(otros), si es que la fiebre (del sábado noche) nos da para tanto. Es cuestión, a manera de los cubanos, de llevar el ritmo en la sangre.
¡Weah! ;-)
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