Unos pilotos y sus azafatas se han desnudado (aunque sorprenda, no recíproca sino reflexivamente) para aparecer posando en un aéreo calendario; a unos policías talluditos les han regalado su peso en botellines de cerveza (es de esperar que no para consumo propio); un ciudadano chino transpira sudor azul (su gesto, asegura, carece de connotaciones ideológicas); un pastor alemán, entrenado por un pastor español, ha resultado vencedor en las Olimpíadas caninas. Me enteré de todas estas noticias hace unas semanas, mientras almorzaba viendo el telediario.
La que más llamó mi atención, sin embargo, fue ésta: en el museo de cera de Madrid, han retirado la figura de Jaime de Marichalar del grupo integrado por la familia real. Tras su separación de la infanta Elena, la presencia de don Jaime resultaba soberanamente extemporánea y embarazosa. La directiva del museo se aprestó a tomar medidas: consultó al departamento artístico y decidió ocultar discretamente su figura entre los aficionados de una cerúlea corrida. Haberla destruido sin más o haberla colocado ante el cornudo toro habría resultado, parece, incivil.
Una noticia es un acontecimiento que se engalla y nos interpela. El mundo, a tenor de lo visto en el noticiero, se encuentra pavorosamente amilanado. O es más bien que las hazañas y los cataclismos que agitan el inagotable discurrir del tiempo han visto erosionados su perfil anfractuoso por obra de su mera recurrencia entre nosotros. Los indesmayables gritos de victoria, los innumerables alaridos de dolor conforman un espectro sonoro tan denso que resulta ya inaudible. Ensordecidos por acontecimientos tan aullantes como monótonos, ya no nos conmueve la intensidad de los hechos sino, a lo sumo, su extravagancia. El fin de la historia no lo ha precipitado el agotamiento de la ideología, sino la saturación neurológica. Lo sabía Borges: basta con que lo milagroso se repita para que se nos antoje baladí. Basta con que lo infernal se propague para que nuestra resignación lo acepte: lo sabemos todos.
Paralelamente, la verdad ha desaparecido como marco de interpretación del mundo, de los otros, de nosotros mismos. Sabedores de nuestra miseria, de nuestra inanidad y nuestra nada, temerosos de que el prójimo descubra nuestra indefensión y nuestro miedo, nos precipitamos a representar nuestro papel en el teatro de la vida. Si creemos a Leopardi:
Quién no ha emborronado el cristalino mundo y avanzó como miope voluntario entre tinieblas. Quién no ha desgastado el nombre de su Dios en vano, ni sembró la duda y la cizaña en la fertilidad de un oferente oído, ni solicitó secreta absolución para pecados clandestinos. Quién no juró sobre la Biblia que no ocurrió lo que afrentó el curso del tiempo, ni convocó a lo más sagrado a declarar que fue lo que jamás aconteció bajo la luz del cielo. Quién no se convirtió en el héroe de aventuras ajenas, ni adoptó el papel de víctima en la obra en la que fue el verdugo. Cuántas veces dijimos sí a lo que era no, cuántas se impuso el parecer al ser e hicimos que lo negro pareciera blanco y vimos claro lo que era oscuro. Tantas como flaqueamos y murió ahogada la verdad en la saliva de la temerosa boca, una furtiva lágrima bajo el rostro enmascarado y la sonrisa bajo el corazón helado y duro.
La que más llamó mi atención, sin embargo, fue ésta: en el museo de cera de Madrid, han retirado la figura de Jaime de Marichalar del grupo integrado por la familia real. Tras su separación de la infanta Elena, la presencia de don Jaime resultaba soberanamente extemporánea y embarazosa. La directiva del museo se aprestó a tomar medidas: consultó al departamento artístico y decidió ocultar discretamente su figura entre los aficionados de una cerúlea corrida. Haberla destruido sin más o haberla colocado ante el cornudo toro habría resultado, parece, incivil.
Una noticia es un acontecimiento que se engalla y nos interpela. El mundo, a tenor de lo visto en el noticiero, se encuentra pavorosamente amilanado. O es más bien que las hazañas y los cataclismos que agitan el inagotable discurrir del tiempo han visto erosionados su perfil anfractuoso por obra de su mera recurrencia entre nosotros. Los indesmayables gritos de victoria, los innumerables alaridos de dolor conforman un espectro sonoro tan denso que resulta ya inaudible. Ensordecidos por acontecimientos tan aullantes como monótonos, ya no nos conmueve la intensidad de los hechos sino, a lo sumo, su extravagancia. El fin de la historia no lo ha precipitado el agotamiento de la ideología, sino la saturación neurológica. Lo sabía Borges: basta con que lo milagroso se repita para que se nos antoje baladí. Basta con que lo infernal se propague para que nuestra resignación lo acepte: lo sabemos todos.
Paralelamente, la verdad ha desaparecido como marco de interpretación del mundo, de los otros, de nosotros mismos. Sabedores de nuestra miseria, de nuestra inanidad y nuestra nada, temerosos de que el prójimo descubra nuestra indefensión y nuestro miedo, nos precipitamos a representar nuestro papel en el teatro de la vida. Si creemos a Leopardi:
La impostura vale y surte efecto incluso sin lo genuino; mientras que lo genuino, sin ella, nada vale. Y esto no viene dado, creo yo, por mala inclinación de nuestra especie, sino porque siendo lo genuino siempre demasiado pobre y defectuoso, para deleitarse y estimularse el hombre necesita que todas las cosas tengan algo de ilusión y de prestigio, y que prometan ser mayores y mejores de lo que en realidad son. La propia naturaleza es impostora con el hombre, y no le hace la vida amable o llevadera sino por medio principalmente de imaginación y de engaño.No somos malvados; somos menesterosos. La verdad no nos basta. Sin edulcorantes y sin condimentos, la vida nos resulta tan insípida (tan inquietante) como el agua destilada, las hamburguesas de un McDonald, un amor de discoteca. Todas las personas sinceras se parecen; pero cada uno es mentiroso a su manera: la prestidigitación es el único camino hacia la magia (y un mago sincero es un oxímoron intolerable). ¿Cómo habría de dolernos habitar entre espejismos, errar por un desierto donde no podemos aferrar esas verdades que arden tan sólo un instante al viento? Nuestra humilde condición es el engaño. Vivimos tejiendo y destejiendo la mentira de que estamos hechos.
Quién no ha emborronado el cristalino mundo y avanzó como miope voluntario entre tinieblas. Quién no ha desgastado el nombre de su Dios en vano, ni sembró la duda y la cizaña en la fertilidad de un oferente oído, ni solicitó secreta absolución para pecados clandestinos. Quién no juró sobre la Biblia que no ocurrió lo que afrentó el curso del tiempo, ni convocó a lo más sagrado a declarar que fue lo que jamás aconteció bajo la luz del cielo. Quién no se convirtió en el héroe de aventuras ajenas, ni adoptó el papel de víctima en la obra en la que fue el verdugo. Cuántas veces dijimos sí a lo que era no, cuántas se impuso el parecer al ser e hicimos que lo negro pareciera blanco y vimos claro lo que era oscuro. Tantas como flaqueamos y murió ahogada la verdad en la saliva de la temerosa boca, una furtiva lágrima bajo el rostro enmascarado y la sonrisa bajo el corazón helado y duro.
2 comentarios:
¿Quién? ¿Quién? ¿Quién?
¿Habrá alguien que sea
como siempre pretendió ser siendo?
¿Seremos lo que parecemos intentando
ser?
¿Somos lo que fuímos o seremos lo que somos?
Este tipo de preguntas
me retrotraen siempre
al punto donde perdí el cauce
de mi extensión, donde no encuentro respuestas
y ni siquiera las exclamo.
¡Enhorabuena, escritorazo!
Ya me has dado para pensar,
un buen rato.
Besazo :)
Y al final,
eres porque eres,
sin más. Que más da...
Yo tampoco puedo responderte, Annabel.
Sólo puedo ofrecerte mis vacilaciones...
... y este cariñoso beso, piratilla.
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