«Cuán poco va quedando de cada individuo en el tiempo inútil como la nieve resbaladiza, de qué poco hay constancia, y de ese poco tanto se calla, y de lo que no se calla se recuerda después tan sólo una mínima parte, y durante poco tiempo: mientras viajamos hacia nuestra difuminación lentamente para transitar tan sólo por la espalda o revés de ese tiempo, donde uno no puede seguir pensando ni se puede seguir despidiendo: 'Adiós risas y adiós agravios. No os veré más, ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos'.» (Mañana en la batalla piensa en mí)
Leí Corazón tan blanco en mis años de instituto. Y, en poco tiempo, casi todo lo que Javier Marías había escrito hasta entonces. Con el atolondramiento de quien se lanza a ciudades extranjeras en busca de joyas que desprecia en la propia, yo creía que en España hacía mucho que no se escribían novelas como las de Centroeuropa, Hispanoamérica o los países anglosajones.
La lectura de Marías modificó mi horizonte lector y me libró del sesgo xenófilo. Se podría objetar que fue una rectificación dudosa, pues el propio Marías (tachado por muchos de extranjerizante y de «angloaburrido» por Francisco Umbral) tenía por referentes a escritores como Shakespeare, Sterne, James, Conrad, Proust, Faulkner y Nabokov, entre otros; y al divergente y polémico Juan Benet como maestro. Idolatrado fuera de España, fue estentóreamente cuestionado en su patria («El peor escritor de todos los tiempos y lugares», afirmó de él un crítico atrabiliario. «Lo que no carece de mérito», replicó Marías con elegancia british).
Hasta el más grande de los escritores recurre a fórmulas estilísticas no siempre elevadas por la inspiración (es lo que se conoce como 'oficio', el colaborador modesto e irremplazable del talento). Sin embargo, resulta difícil negar la excelencia y el legado de novelas como Corazón tan blanco o Mañana en la batalla piensa en mí que, a mi juicio, constituyen —quizá incluso por encima de Tu rostro mañana— su cumbre creativa.
Quedarán —me atrevo a presumir— su técnica de recurrencia temática (mediante la que recupera, una y otra vez, una serie de temas que se van entrelazando y enriqueciendo a medida que se despliega la trama), la indagación existencial de la etimología, sus sinuosos y límpidos arcos sintácticos, el borbotón lírico, la digresión exploratoria y envolvente, la orfebrería de una intertextualidad con la que otros enmascaran el plagio y de la que Marías encuentra su función: desplegar las potencialidades no actualizadas en los maestros antiguos; también, su olfato para titular («Los dominios del lobo», «Todas las almas», «Corazón tan blanco», «Negra espalda del tiempo», «Tu rostro mañana»).
Sus novelas transitaban sobre la riesgosa línea de la extrañeza sugerente (verbigracia, el episodio caribeño con que comienza Corazón tan blanco), a la que sería justo aplicar el dictum borgeano: «He dicho asombro donde otros solamente dicen costumbre». Y es que Marías escribía con escasa planificación («erraba con brújula», según sus propias palabras), elección que condena casi fatalmente a la irregularidad y la dispersión, y que sólo dominan los escritores más intuitivos y talentosos.
Fue, como sus grandes maestros, un estilista. He aquí otro peligro: la degeneración de las fórmulas inspiradas en formulismo. «El hábito —advertía Proust— determina tanto el estilo del escritor cuanto el carácter del hombre, y el autor que se ha conformado en varias ocasiones con alcanzar, al expresar lo que piensa, una forma un tanto grata, está asentando así para siempre los límites de su talento». Y es cierto. Pero Marías ha sido uno de los pocos novelistas contemporáneos que han encarnado otro principio proustiano: «el estilo es una cualidad de la visión». Nos regaló una nueva manera de mirar, porque encontró una nueva manera de decir. Como todo autor merecedor de ese nombre, hizo nítidamente visible lo que hasta entonces sólo entreveíamos.
Ermitaño y comprometido, su labor como columnista que navegaba entre la Escila de la actualidad y la Caribdis de la polémica se equilibraba con su querencia por el beatus ille: una vida retirada entre cigarrillos, películas antiguas, libros y objetos de coleccionista, resistencia analógica y lealtad a la memoria de su padre. Rescató a escritores cuasi olvidados y revisó con ironía y cariño a los consagrados. Creó —supremo ejercicio de autoficción— su propia monarquía y corte literarias y una editorial exquisita e intempestiva. Fue, en suma, un raro con éxito. Pero, más allá de sus peculiaridades personales y de su impacto artístico, para mí es el escritor español coetáneo que me fascinó e inspiró en la adolescencia. Y, conmigo, a tantos otros.
Se va Javier Marías, el literario rey Xavier I, acompañado por la reina del país que tanto amó; queda nuestra gratitud, esa dimensión de la felicidad.
Marías ha muerto. ¡Viva Marías!
#JavierMarías
(Fotografía. Santi Burgos)