lunes, 25 de octubre de 2010

Historias para mujeres inverosímiles

Para ti (por el lecho que compartimos en tu oído).

En alguna página perdida, Javier Marías confirma mi convicción de que no hay nada que engatuse más a una mujer que un hombre con talento narrativo. El corazón de la mujer está abierto de continuo al contador de historias como las plazas (y conventos) al goliardo. Por ese mecanismo de compensación omnipresente en la naturaleza, la mujer, el animal cabal y razonable, vive sedienta de ficción (más deliciosa cuanto más inverosímil): de ahí que sean tan propensas a creer en el zodíaco, en la sinceridad viril o en el amor eterno.

Por otra parte, la (cierto es que intermitente) exigencia femenina hacia nuestro rendimiento, nos impele a ir siempre un paso por delante de nosotros mismos. A su lado, la convivencia deviene en tribunal abierto veinticuatro horas en el que sólo hay fiscales inclementes (ellas) y acusados de oficio (nosotros). No veo motivo de lamento, sin embargo: si al acusado le asiste el derecho a mentir para salvarse, al hombre cuestionado lo espolea la mujer a reinventarse: a hacer de su carencia una oportunidad. La censura es la madre de la metáfora; la mujer, de la mentira bella (alias ficción). Por trajinarse a una madame, el provenzal urdió toda una mitología: el amor cortés. De qué mentira seríamos incapaces por evitar la femenil desilusión...

***

Pero vamos al asunto... Este verano, recorriendo Europa, corroboré una vez más que a la mujer se la penetra por el oído. He aquí las tres últimas inverosímiles historias con las que engatusé a mi esposa inverosímil:

En nuestro último destino, Venecia, mi mujer se sorprendía de la escasa vigilancia que había en los vaporetti. Salvo en momentos y estaciones puntuales, nadie reclamaba los billetes. Acostumbrada a mi andaluza (y vergonzosa) picaresca, me preguntó si había pensado en comprar o no el (abusivo) pase.

- No hay más remedio -contesté. -La última vez que estuve aquí, asistí a una escena bochornosa. El vigilante, de improviso, se puso a reclamar el ticket a los pasajeros. A mi lado, un orondo austríaco, ataviado con el traje tirolés tradicional, se removía con angustia y rezongaba sudoroso, hasta que el vigilante se encaró con él.

- ¿Y qué le pasó?

- Muy desagradable. Muy desagradable. Tras rebuscarse en los bolsillos y farfullar excusas en italiano agermanado, acabó por confesar, con muda súplica, que no tenía billete. El vigilante lo agarró por los tirantes y lo zarandeó ante la tripulación estabulada y cariacontecida, para lanzarlo de cabeza sobre las pestilentes aguas del canal.

- ¡Pero qué dices! -se indignasustaba mi señora esposa...

- Como lo oyes... Allí quedó braceando el gordo entre las góndolas, inmortalizado por los objetivos japoneses, hasta que un veneciano misericordioso le echó un cabo para devolverlo a tierra firme. Sólo quedó vagando, sobre los canales de la Serenissima, como testimonio y advertencia de su crimen y castigo, su sombrero egregiamente coronado por la pluma... Pero no te angusties, que no suele pasar nada.

(Bien me costó que la mentira no arruinara mi tacaña picaresca.)

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Un par de horas después, andando hacia la plaza de San Marcos, me preguntaba por los edificios más insignes.

- Pues mira: a ése de ahí [el Palazzo Ducale] lo llaman La caja de costura...

- Oye, pues es verdad: ¡se parece un montón! ¿Y a ése?

- A ése [el Campanile] lo llaman El pincho moruno.

- ¿Pincho moruno? Qué cosa más rara...

- Ya... Es la influencia sarracena. Bueno, también lo llaman El pirindolo...

- ¡Pirindolo! ¿Y ése qué?

- A ése [la catedral] lo llaman Los heladitos. Por las cúpulas...

- Venga ya...

- Que sí, que sí...

- Pero ¿por qué esos nombres? ¿Es que hay alguna relación entre ellos?

- Sí, cariño: que todos me sirven para tangarte...

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Dos días antes, en Liubliana [sí, tenía que ser Liubliana: las nubes atigraban el cielo y tú me parecías felina y desconcertantemente hermosa], improvisaba otra tangada:

- ¿Sabes que, según una leyenda cherokee, existe para cada persona otra cuyo corporal olor provoca...

- ¿El enamoramiento?

- No: la muerte subitánea.

- ¿Y cómo es eso?

- Los cherokees confirmaron su leyenda cuando su jefe...

- (Con comprensible suspicacia) A ver, a ver, ¿quién era ese jefe?

- Fisgón Aciago.

- Ah...

- Decía que los cherokees acabaron convencidos cuando Fisgón estiró la pata en cuanto le echó nariz a su enemigo, el general Smelly... Los cherokees interpretaron la olfativa y repentina muerte como un augurio infausto de que sus dioses estaban apoyando al enemigo. Los rostropálidos, más pragmáticos, se confesaban en secreto que el deceso bien pudo estar causado por el atroz olor de los sobacos de su general, con quien nadie toleraba arracimarse.

- Pues sí: eso resulta mucho más verosímil...

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["Te quiero", última historia inverosímil. Pero en mi caso, y sólo en este caso, mi realidad siempre supera a la ficción.]

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¿A qué seguir? Lo sabía Jean François Revel: La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira. ¿Quién no admitiría, sin embargo, el carácter promisorio de esas mentiras tan hermosas que merecen ser reales (la justicia última que nos resarce, el ratoncito Pérez, la hermandad de los humanos, perseverar como una huella en tu memoria), esas ficciones que preservan un deseo tan potente que nos impelen a volverlo realidad? Del deseo a la realidad sólo hay un paso, infranqueable, acaso ahora franqueable. Pues mantenernos en ese poder ser que nunca llega a ser del todo es estar siendo siempre en cierta forma.

[Pienso en el padre que convierte cada cucharada del yogur que da a su hija en otra cosa: ahora el avión y ahora el barco y al fin el caballito que galopa hacia la boca. (Así hago yo contigo para salvar la sima que me aparta de tu boca.)]

La emoción y la complicidad que suscitan en el amado la nitidez de nuestras fabulaciones dependen de su conciencia (también nítida) de las leyes rígidas que vuelven improbables esas ficciones tan reales. La admiración desaparecería si el fabulador no tuviera que enfrentarse a las limitaciones de su imaginación y a la deficiencia de los hechos. El fabulador es una figura cordialmente movilizadora pues consigue persuadir al absorto seducido (pobre mortal sometido –como aquél– a la tiranía de la realidad y a la insuficiencia de los hechos) de que, durante el breve espacio de tiempo que dura su relato, esas leyes despóticas han podido ser si no burladas, sí cuestionadas. Acaso trascendidas. Y es que el amor también precisa la invención, la imposible profecía autocumplida. Sólo quien se hace creíble en lo inverosímil, tangible en lo improbable, puede aspirar a ser amado.

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Un viejo dictum periodístico advierte, irónico: "No dejes que la realidad te arruine una bonita historia...". A lo que habría que añadir, sin ironía: "... podría hacerse realidad".

viernes, 15 de octubre de 2010

Como las hormigas

Ante la femenina ingenuidad, me vuelvo pura zoología.

- Cariño: ¿me quieres más que a nada? ¿Me vas amar toda la vida?

- Mi amor: del mismo modo que la hormiga -criatura estoica, cuya afanosidad queda fuera de toda duda- es incapaz de soportar el peso del zapato que la pisa, tampoco el hombre puede sobrellevar la eternidad y el infinito (ya me resulta sorprendente que sobrelleve una hipoteca o una suegra).

martes, 5 de octubre de 2010

¡Ojo!

Clamar contra la idolatría a un artista, a una idea, a un duce, a un amado (sobre todo: a un ombligo). Nada más pertinente. Pero cuidado, iconoclastas: vuestra desautorización de los idólatras no justifica necesariamente la del idolatrado.

(No niega la fe ciega la ciencia de la luz.)

lunes, 4 de octubre de 2010